De dentro a fuera la tierra llora, derrama lágrimas amargas sin que lleguemos a detectarlo, aunque todas las señales estén ahí, aberrantes, llamando nuestra atención.
Los verdes que recuerda mi abuela no son los mismos que veo con mis ojos; donde ella me dice que siempre ha habido una fuente con agua limpia, yo solo veo maleza propia y ajena, con cachivaches abandonados tirados sin ton ni son, tan propios de ese «feísmo» gallego que algunos tanto se esfuerzan en mantener vivo. El cuco cada ver resuena más bajitos por los montes, y este año la rula no contesta a su llamado.
Cada vez se pierde un poquito más, un cacho más de historia, otra palabra enxebre olvidada en las memorias frágiles de los centenarios, que ya no son mayoría, incapaces así de pasar su sabiduría a la siguiente generación, ni a la otra ni a la siguiente.
También hay lugar para la esperanza, para el retorno a casa, a prender la cocina de hierro y comer pan de millo recién salido del horno, escuchando a la abuela contar de nuevo esas anécdotas que te sabes de memoria mientras te sigue llenando el plato una vez más.
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