¿Te acuerdas de cuando quedábamos por sms en el sitio de siempre? Se ahorraban letras, pero sobraban significados para entendernos. Ni siquiera hacía falta especificar la hora, todos sabíamos cuando debíamos estar, y poco a poco íbamos llegando, con la suerte de que los primeros tendrían sitio en el desvencijado banco, el resto debería conformarse con quedarse de pie.
Qué fácil era entonces, fácil y sin complicaciones. Casi al nivel de tener cinco años y pedir que te dejen jugar en el parque, o allí donde estés. Qué fácil entonces y qué dramático en la treintena.
Por una parte las amistades de siempre, las de toda la vida, llevan una agenda tan ocupada como su cada semana fuera semana de exámenes en la recta final de algún curso, pero sin la voluntad de escaparse a cada rato a jugar. Netflix se impone, y estar en casa seduce más que cualquier otro plan.
Hacer nuevos conocidos, ya no digamos amigos, se torna imposible. Si osas dirigirle la palabra a alguien que aparenta estar tan solo como tú, digamos en una exposición de arte, puede que ni siquiera se entere si lleva los sempiternos auriculares, o que te mire con incomodidad mientras prosigue su recorrido, dejándote con cara de absurda, la cual puedes observar en un oportuno espejo colocado justo ahí para la ocasión.
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