La ciudad está devastada, rota de dentro a fuera. Los agujeros de las balas adornan las paredes derrumbadas de los edificios, como picaduras de una varicela perpetua. El gris se extiende con uniformidad, cubriendo con su capa anodina la desgracia que se abre ante tus ojos. Una capa de polvo lo cubre todo, gruesa, como un pesado manto encima de las personas que caminan raudas, con movimientos ligeros de un lado a otro, controlándolo todo, o intentándolo al menos. La mirada baja, tratando de no llamar la atención.
La ciudad sin color, podríamos llamarla. Gris, oscura, decadente, sin retorno… o quizás sí.
Aquí y allá asoman destellos, débiles sí, casi inexistentes, pero ahí están: el amarillo apagado de un ramillete de flores juntas que crece entre dos baldosas quebradas, sobreviviendo entre el bosque de pesadas botas militares que las asedian cada día; en la calle de enfrente se erguía una escuela, su esqueleto sigue ahí, en penumbra y con destellos en su interior. Los cristales de las ventanas también han recibido el beso de las balas, y en uno de esos huecos un ojo te observa brillante, travieso. La curiosidad asoma en una cara que no pierde el miedo, mirando con reticencia las bolsas de las cámaras, imaginando de todo menos la realidad, pero manteniendo la ilusión intacta.
Llegáis para retratarlo, para que se sepa y se conozca lo que está pasando, para inmortalizar lo que ya está muerto desde hace tiempo. Parece una labor fútil en un mundo empeñado en llevar gafas cegadoras de la realidad, pero alguien tiene que hacerlo.
Imagen de Gerd Altmann en Pixabay
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