De niña las tormentas significaban que era hora de dormir. En verano eran siestas largas, mi abuela me cogía y nos íbamos las dos a la cama, esperando que el rugido pasase pronto y rogando que no se fuera la luz de todo el pueblo durando mucho rato. Por si acaso dejábamos una vela bien gruesa encendida en la cocina y nos llevábamos a la cama una linterna de esas amarillas, sacadas de la posguerra.
Nos tumbábamos en la misma cama, la una al lado de la otra bien quietas y atentas a lo que pasaba fuera, intentando adivinar si los ruidos que se escuchaban pertenecían a las tejas de nuestro tejado siendo arrancadas por el viento. Invariablemente, ella se quedaba dormida al poco rato murmurando una oración y cuando empezaba a roncar con suavidad, yo me levantaba cual ladrón, atraída hacia el ventanal del salón por el que se colaban los rayos eléctricos.
Los perros de los vecinos y el nuestro propio aullaban al ritmo de los truenos, acompañando a la tormenta hasta que esta se disuelve. Entonces parece que todo vuelve a la vida, amanece por segunda vez en el día y ella se levanta como si nada, como si los miedos de cuando eran niña no la hubieran empujado a refugiarse a la cama. Pero ahora la niña soy yo.
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