Antes de salir de casa se anuda con fuerza el pañuelo a la cabeza, le gustaría no llevarlo, sentir la brisa que humedece las mejillas a esta hora de la mañana, pero no se atreve.
La primera vez que le regalaron uno le hizo ilusión, es más, se sintió tremendamente agradecida de no tener que abandonar el hospital con una gorra vieja. Le agradó el tacto suave de la seda, los colores le sentaban bien a la cara, casi como si no llevase meses recluida a la luz de las bombillas del hospital. Volvió a sentirse algo parecido a una mujer. Desde entonces se ha convertido en un ritual imprescindible, casi tanto como ponerse el sujetador cada día, a pesar de la falta.
Todo en ella es una falta, una pérdida de algo donde antes había otra cosa. Su entorno repite sin descanso que no es así, pero siente que el agujero es demasiado hondo para poder rellenarlo con buenas intenciones.
Y se ata el pañuelo con firmeza. Y se pone el sujetador con determinación. Como cada día. Como antes de. Porque volverá a ser la misma de antes, una nueva misma de antes. Ella misma.
Imagen de marijana1 en Pixabay

Tras el pañuelo permanece la vida, que se disfraza discreta de sí misma. Es un texto conmovedor Andrea. Un abrazo.
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Muchas gracias Carlos, un abrazo enorme.
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