Dos minutos para que el tren haga su entrada en la estación. Ha bajado las escaleras mecánicas corriendo, casi como si fuera de la gran ciudad, y justo vio como las puertas del vagón más próximo se le cerraban en las narices sin remedio. Frustrada, camina hasta el banco más próximo y se deja caer con toda la fuerza su peso. Queda medio minuto para el próximo metro. Ella menea la pierna que tiene cruzada por encima de la otra con impaciencia, mira a cada momento el reloj que tiene en la muñeca, porque aunque acaba de comprobar si tiene mensajes en el móvil, es incapaz de recordar la hora que marcaba.
Por fin ve las luces al fondo del túnel. Se levanta y acerca a la línea amarilla disuasoria. En cuanto se abren las puertas entra con paso firme, con los codos a cada lado de los costados, creándose un espacio inexistente entre la gente que como ella resoplan ante cada parada que no es la suya. Antes de que el tren se ponga de nuevo en movimiento, ya tiene la mirada enterrada en la pantalla del móvil… y de golpe ya están anunciando su parada y esta mañana todavía no le ha visto.
El tren vomita violentamente a casi todos los que lleva en su interior, y las carreras por las escaleras que ya se mueven por sí mismas se reanudan incesantes. Va por los pasillos a toda velocidad, atenta a cada sonido, con la esperanza de escuchar esa canción que suele comenzar a sonar en cuanto atisba entre la multitud madrugadora su pelo bermellón. Esta mañana no ha tenido suerte, su sitio está vacío. Comienza un día un poco más triste que el anterior…
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