El paisaje sigue siendo el mismo desde la ventana de mi adolescencia. Los amaneceres siguen estando cubiertos por una densa niebla de interior gallega, difícil de disipar ahora que tú no miras el mismo paisaje que yo.
Los atardeceres siempre son mejores, el naranja se fusiona con el violeta e iluminan juntos la ciudad, unidos se funden para alumbrar la oscuridad que precede una nueva mañana nublada.
Un día sí y otro también recorro los adoquines desordenados por los que corrimos noches enteras de verano e invierno, sudando y bebiéndonos los besos en cada pub. Son pocos los que conservan el mismo nombre, aunque en realidad no importa, yo sigo llevando la piel impregnada de aquel olor, almizcle de tabaco y alcohol, de tu colonia mezclada con la mía en el pelo, de la pasión escapándose por cada uno de los poros, de los ojos brillantes reflejados en la mirada del otro, de cada promesa en cada uno de los puentes de la ciudad.
La noche ha alcanzado mi ventana y tengo que encender la luz y apagar la vela de los recuerdos. Afuera, la última línea naranja agoniza en el horizonte, y en el paisaje de tu ventana hace rato que reina la oscuridad.
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