Colaboración mensual con Letras & Poesía
El escenario se rinde ante la magnitud de la bailarina. Ella, con todo su diminuto ser, inunda de esencia hasta al último espectador del gran auditorio. Se deja mecer por el sonido de la música, combándose y estremeciéndose con cada acorde. Ejecuta con precisión cada movimiento, llegando a tiempo a cada corte, como si la música de un mapa se tratara. Los ojos cerrados ven a través de sus párpados, se mueven frenéticos con cada sacudida de ella.
La bailarina no mira a nadie, pero se comunica con todos; no se dirige a nadie en particular, pero todos y todas la entienden. Es el idioma universal de la danza y la música. La delicadeza de los cuerpos plegándose ante las notas que suenan acompasadas.
Las palabras son preciosas, pueden ser tanto dardos envenenados como flechas de amor, pero no siempre son necesarias para hacer sentir… Una mirada puede clavarse más profundo que el cuchillo más afilado, una caricia que estremece como un susurro delicado tras la oreja, la risa de un bebé, el gimoteo de tu perro cuando te siente triste. Ninguno articula palabras inteligibles, pero se les escucha más alto que si te gritasen por un altavoz.
Llega el final de la actuación y todo queda en silencio: la música se extingue despacio, la bailarina se detiene y mantiene la posición final, nadie entre el público habla todavía, pero la emoción es palpable…
De repente la ovación final, todo estalla y la bailarina por fin abre los ojos agradecida, una vez más sin hablar.
Cafés para el alma de Andrea Rodríguez Naveira está sujeto a Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.