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Las gafas redondas no acaban de sentarle bien a la forma de su cara, pero a ella le gustan tanto que se empeñó en llevárselas a pesar de la supuesta opinión experta de la dependienta de la óptica. No es una cuestión de moda sino de convicción.
Ahora la mirarán, de un modo u otro conseguirá que se fijen en su cara durante unos instantes. Como cuando el pelo verde, que la novedad duró casi dos semanas enteras durante las que la gente que solo se dirigía a ella para dedicarle cada día un nuevo par de ingeniosos insultos, se acercó para decirle lo guay que le quedaba la melena así teñida. Claro que también hubo quien se rio en su cara y a sus espaldas, pero por una vez no se había sentido sola del todo.
Esta vez ocurriría lo mismo, no podía ser de otro modo.
Excepto que no ocurrió nada. Ni aprobación ni rechazo, tan solo indiferencia, de esa que te seca en el interior los sentimientos, llegando incluso al cielo de la boca, obligándote a tragar la agria pastilla de la soledad, acercándote un paso más al abismo.
Como a ella, quien lució para siempre sus gafas nuevas en la fotografía de su reluciente y autoimpuesta lápida.
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